Amor a primera vista
Perdido en la cuidad del amor, sin rumbo fijo ni domicilio. Matando el tiempo por la ribera del río, observando a las parejas en su delirio. Mi equipaje en mi mochila, en el bolsillo pocos euros, apenas para un bocadillo; pero con brío y esperanza cerca del río.

Perdido en la cuidad del amor, sin rumbo fijo ni domicilio. Matando el tiempo por la ribera del río, observando a las parejas en su delirio. Mi equipaje en mi mochila, en el bolsillo pocos euros, apenas para un bocadillo; pero con brío y esperanza cerca del río.
Sin saber el motivo ni la razón, mis ojos se pararon en los suyos. Mi corazón comenzó a latir como caballo desbocado, mi sangre se encendió al ver mujer tan bella. Vestida de inmaculado blanco, marcando su encantadora figura. Mi fantasía tomó las alas de la imaginación, atravesando lo que a mi mente le estorbaba, entreviendo un cuerpo de bellas formas, pareciese moldeado por escultores griegos sus exquisiteces insinuantes. Tan intenso fue mi detenida exploración, que al llegar mi pensamiento a sus zonas sacras, lo detuve sonrojado.
Sus verdosos ojos rasgados de pestañas largas y rizadas, seguían fijos en los míos, como si la preciosa dama vestida toda de blanco, hubiese entrado en mi mente, como si ella mismo me hubiera hecho la misma exploración.
Sofocada por el intenso calor, se despojó de su pamela blanca. Una cascada de sedoso cabello de tonalidades diversas por el reflejo de sol, se deslizó sobre sus ovalados y delicados hombros.
No sé si fue adrede, pero viendo su pamela en el suelo, me aceleré a recogérsela. Cuando me agaché y la tuve en la mano, ella haciendo lo mimo al levantarnos, nuestros labios a punto estuvieron de rozasen.
—Lo siento, no fue intencionado.
La dije disculpándome por la azarosa escena. ¿O fue quizá por su embriagador perfume a pétalos de rosas? No sé, pero mis ojos estaban fijos en sus pechos que tímidamente asomaba por su manifiesto escote.
—Gracias por su gentileza, caballero, es usted muy amable —me dice con acento extranjero.
—Jeshua. Me llamo Jeshua.
—Mucho gusto, señor Jeshua. Mi nombre es Altea.
—¡Altea! La que es saludable, edificante. ¿Es usted griega?
—Puede que mi ascendencia sea de origen griego… ya veo que es usted un erudito.
Me dicen con una encantadora sonrisa, descubriendo dos hileras de alineados dientes blancos perlas.
—Y usted, ¿es natural del país? —me pregunta como sabiendo la respuesta.
—No. Soy español. Pero deja de tratarme de usted —la digo con la intención de romper formalismos y porque su belleza me ha dejado cautivado.
—Como quiera… quiero decir: como quieras. Y sonríe de nuevo.
—¿Está casada? ¿Tienes novio? —la pregunto anhelante, esperando que su respuesta sea negativa.
—¿Es esencial para ti mi situación? Y tú, ¿eres soltero? ¿Alguna mujer en tu vida?
—Ninguna que me impida tus encantos…
—¡Qué! ¿No crees que vas demasiado rápido? —exclama complacida.
Y sin poder frenar mi impulso, beso sus rojos y sensuales labios, sin que la bella mujer de blanco se resista a mis caricias. Mis manos se deslizan por sus excelsas caderas, llegando hasta lo más embriagador de sus encantos. Mientras tanto la gente que pasea por la ribera del río, sonríe complaciente, como lo más normal ver a parejas demostrándose su ternura en la ciudad del amor.
—Para Jeshua, quieto, poco a poco; no seas tan fogoso… Apenas nos conocemos y nada sé de ti… —exclama ella sin aliento.
—¡Conocernos! ¡fogosos! Cuando se ama, se conoce todo y el amor se enciende como llama en el corazón.
—¿Crees en el amor a primera vista?
—Creían, pero ahora ya no, lo he visto, conocido y probado en tus besos… desde que te vi y clavaste tu mirada en mis ojos, mi corazón saltón como un resorte, y mi alma comprendió que tú eras lo que yo tanto anhelaba…
—Misma sensación me causaste tú, Jeshua. Te vi tan solo, absorto en la barandilla del río mirando sus aguas… ¿Conoces la ciudad? —me pregunta de pronto la bella mujer de blanco inmaculado.
—No
—Ven y sígueme.
Y agarrado a su cintura, paseamos por la ribera del río Sena, como dos enamorados apasionados. Entre beso y beso, ella me va contando su vida, apasionante por cierto. Yo le pongo al corriente de la mía.
—¿Y ahora a qué te dedicas?
—En concreto a nada en particular, soy bohemio; no me gusta estar sujeto a las leyes del hombre. Las letras es mi pasión, escribo literatura y poesía, me encanta soñar, idealizar un mundo mejor…
—¡Poeta! —exclama ella—. ¿Y me escribirás una poesía?
— Tú, Altea, ya eres poesía viva para mí.
Y ella, suspirando, sonríe con grácil insinuación. Invitación que acojo con ardiente pasión sellando un largo y apasionado beso en sus sensuales labios rojos.
Y así, de tal guisa, me conduce por los lugares más insignes de la ciudad del amor, hasta llegar a un típico restaurante de bohemios, gente de letras, músicos, pintores y artistas de todos los géneros y disciplinas.
El camarero acude solicito a nuestra mesa, una mujer, en el escenario, interpreta una bella y dulce canción de amor. Y el camarero, como si conociese a la mujer, deposita una botella de champán dentro de una cubitera con hielo encima de la mesa y dos copas.
—Brindemos por el amor a primera vista, Jeshua —me invita la mujer con voz dulce y melodiosa.
—¡Por el amor, Altea! —exclamo chocando mi copa contra la suya.
Y así, copa tras copa, después de una excelente comida, y afectiva conversación, el ambiente se pone apasionado.
Su boca de labios carnosos cereza, me atraían como el imán atrae al hierro, sus ojos verdosos me traspasaba el alma. Sin embargo, había algo indecible en ella, que me tenía loco de excitación y ardor. Y ella, como adivinando mi pensamiento, se levanta para ir servicio.
¡Oh, qué maravilla de mujer! Exclamé para mis adentros. Contoneándose y con paso de de felino, moviendo las caderas, observé una de las séptimas maravillas… ¿Cómo decir lo que más me atraía? No sé si me gustaba más por detrás o por delante… No sé muy bien cómo fue la mítica Altea, pero no más que ella. Sus cuerpo, su pelo como cascada cayéndole por la espalda… ¡Oh, su cuerpo…!
Al poco, así como se fue, vino a la mesa. Se acomodó, me miró y sonrió. Su sonrisa me puso tan azarado que no podía articular palabra alguna. Y ella, viéndome así, deslizando su pie descalzo por debajo de la mesa, comienza sus juegos eróticos.
—¿Todos los españoles son tan tímidos como tú, Jeshua? — me dijo sin dejar de acariciarme.
—¡Qué! ¿Perdona…? —la digo sin poner ya atención a sus palabras, pues mi sangre caliente estaba en otra…
—Te decía si Todos los españoles son tan tímidos como tú…
—¡Ah! ¿Te parezco tímido…?
—Sí.
Me confirma con una dulce sonrisa.
—¿Sabes? Tenía oído que los españoles sois unos fogosos machos ibéricos…
Sus palabras me incitaron mucho más de lo que ya estaba. Y como un resorte, me lance sobre su boca, mordiendo sus labios rojos cereza. Tan apasionado fue mi beso que apenas podía pedir la cuenta al camarero. En ese instante, me invadió un pesar que atenazaba mi corazón. Sentí vergüenza, no tenía para pagar, puesto que todo mi capital se componía en unos poco euros. Ella, viendo mi nerviosismo, me sonrió, me dio un beso, pagó la cuenta dejando propina para el camarero, y asiendo mi mano, me la puso alrededor de su cuello, y sin dejar de besarnos, me encaminó a su cercano departamento.
Una vez allí, con presteza, pero sin apartar mis labios de su boca, nos despojamos uno al otro de todo lo que nos estorbaba. Y en su departamento, comprobé con creces, que existía el cielo y las diosas del Olimpo…